Hubo un tiempo en que LEGO parecía intocable.
El juguete que acompañó a generaciones enteras estaba en cada rincón del planeta. Las películas de Harry Potter y Star Wars le inyectaban oxígeno con cada estreno. Y en las oficinas de Billund, Dinamarca, la familia Kristiansen se sentía segura de que su imperio de ladrillos era indestructible.
Pero la realidad era otra.
A principios de los 2000, los números eran un desastre: un millón de dólares se perdían cada día. Los almacenes estaban abarrotados de piezas que nadie pedía, los catálogos eran tan complejos que ni los propios diseñadores podían descifrarlos y las incursiones en parques temáticos, ropa y videojuegos devoraban efectivo como un incendio forestal.
LEGO estaba al borde del colapso.
Y lo más doloroso es que no lo estaba matando la competencia… sino sus propias decisiones.
En 2003, los Kristiansen hicieron lo impensable: entregar el timón a alguien que no llevaba su apellido. Un joven consultor de McKinsey, con aspecto más de profesor que de CEO, sin experiencia en la industria del juguete, que sería recordado como el hombre que salvó a LEGO: Jørgen Vig Knudstorp.
Lo que hizo Knudstorp después no fue mágico ni glamuroso. Fue quirúrgico, brutal y profundamente estratégico. Recortó, simplificó, despojó a la compañía de distracciones… pero también rescató algo que había estado olvidado: la relación con la tribu de fans que, durante décadas, habían sostenido a LEGO en silencio.
Esta es la historia de cómo una empresa que se hundía encontró la forma de reconstruirse, ladrillo por ladrillo. Y más importante aún: lo que tu compañía puede aprender de ella.
¿Qué define realmente a tu negocio?
Cuando una empresa entra en crisis, la primera tentación es proteger sus activos visibles: fábricas, oficinas, marcas registradas, inmuebles. Pero la verdad es incómoda:
¿Tus fábricas? Hay alguien en China que puede producir lo mismo mejor y más rápido.
¿Tus edificios? Son activos inmobiliarios, pero hoy muchas empresas globalizan operaciones sin necesidad de tener un metro cuadrado propio.
¿Tu marca? Si no tiene un posicionamiento sólido, no es más que un logotipo brillante sin alma.
Lo que define a tu negocio es tu propósito y la comunidad que lo respalda.
Eso lo entendieron tarde en LEGO. Y lo entienden hoy marcas como Elie Saab o Roche Bobois, que se han expandido hacia sectores como el inmobiliario sin expertise directo. ¿La clave? No se expandieron con fábricas ni contratos: se expandieron con una tribu deseosa de llevar la experiencia de la marca a nuevos territorios.
En un mercado globalizado, la eficiencia se convierte en un commodity. Si no puedes ser el más rápido y barato (Amazon, Shein o Temu ya fijaron el estándar), la única opción es ser el más deseado dentro de tu nicho. Así lo hacen las marcas de lujo. Y así lo entendió LEGO: su futuro no estaba en vender más barato, sino en construir un universo más significativo.
La caída del gigante
A finales de los noventa LEGO se sentía imparable. Pero en lugar de fortalecer lo que los había hecho grandes, cayó en la trampa de la diversificación mal entendida.
Parques temáticos que la empresa misma operaba.
Videojuegos que nunca alcanzaron liderazgo.
Ropa y accesorios que confundían más que inspiraban.
Mientras tanto, el portafolio de piezas llegó a 12,000 tipos distintos, lo que encarecía la producción y enredaba los inventarios. La creatividad había sido reemplazada por complejidad.
En 2003, LEGO reportó pérdidas por US$300 millones y un flujo negativo de US$1 millón al día.
Mucho se ha dicho del liderazgo de Knudstorp. Pero poco se explica la lógica detrás de sus decisiones:
Cada corte tenía un objetivo: eliminar distracciones que no fortalecían la relación con el cliente.
Cada simplificación respondía a una premisa: volver al ladrillo, recuperar la esencia.
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