Edición 11 – Por qué el cashback no construye lealtad (y tu cochinito sí)
Como un pastel sin velas ni “Happy Birthday”: cumple su función, pero no deja huella.
Cada noche, antes de dormir, vaciaba mis bolsillos y dejaba caer las monedas sueltas en una alcancía. Un cochinito rosa, fiel y silencioso, recibía ese pequeño tributo diario sin que yo lo pensara demasiado. No era mucho. Apenas lo que sobraba del día. Pero pasadas unas semanas, al abrirlo, la sorpresa me golpeaba con la misma fuerza de siempre: había valor acumulado. Real. Contante y sonante.
Y con ello, una emoción difícil de describir. Algo entre satisfacción, sorpresa y recompensa.
Pero esa historia no comenzó ahí.
En mi infancia, había un ritual aún más intenso. Cada verano, visitábamos la antigua casa de mis abuelos, hoy habitada por mis tíos solteros. Sin hijos, nos recibían a mis hermanos y a mí como herederos temporales de ese reino lleno de libertad… y monedas perdidas. Literalmente.
Las alfombras estaban llenas de pequeñas monedas olvidadas por mis tíos, dispersas como migas de pan en una casa donde nadie se preocupaba por recogerlas. Y para nosotros, niños sin mesada ni ingresos, aquello era un paraíso.
Nos convertíamos en cazadores. Rastreados de esquina en esquina, revisando debajo de los muebles, atrás de los cojines, al pie de las camas. Regresábamos con las rodillas negras… y las manos llenas. Era una búsqueda del tesoro con recompensa inmediata. Y luego, sentarnos a contar.
Siempre sorprendía. Siempre había más de lo esperado. Esa acumulación, aunque insignificante para un adulto, era para nosotros una fortuna. Pero lo más valioso no era el monto: era la sensación.
Esa emoción de juntar algo que nadie más veía. De convertir lo invisible en un botín. De que lo pequeño, lo mínimo, lo casi ridículo… se volviera significativo.
Esa es la verdadera magia de acumular valor.
Y es justo lo que el cashback arruina.
El cashback pretende motivar con monedas… pero evita el cochinito. Te devuelve un poco en cada compra, sí. Pero al hacerlo, diluye la sorpresa. Mata el efecto acumulativo. Lo convierte en algo tan automático, tan imperceptible, tan frío… que no genera dopamina, ni recuerdo, ni vínculo.
Es una lógica transaccional disfrazada de incentivo emocional.
Y como todo lo que se entrega sin ritual, sin narrativa y sin acumulación visible… se olvida. El usuario no lo atesora. No lo ve crecer. No lo defiende. Porque el valor está ahí… pero no se siente.
El cashback es como un regalo sin envoltura, sin nota y sin momento. Está ahí, pero nadie lo vivió.
Como un pastel sin velas ni “Happy Birthday”: cumple su función, pero no deja huella.
Por eso no lo agradeces. No lo recuerdas. No genera historia.Por eso las marcas que se obsesionan con el cashback no construyen lealtad. Construyen dependencia momentánea. Promociones efímeras. Tráfico que entra… pero no regresa.
¿Y entonces qué funciona?
Funciona el cochinito.
Funciona la acumulación que sorprende. Que se siente crecer. Que permite a las personas proyectar una recompensa futura. Funciona el ritual. La expectativa. El placer de ver cómo lo pequeño se transforma en algo que vale. Porque eso activa dopamina. Eso engancha. Eso retiene.
Las marcas no necesitan ser más generosas. Necesitan ser más inteligentes en cómo entregan valor.
Un programa de lealtad bien diseñado no premia cada compra con migajas que se evaporan. Premia la constancia con acumulación. Y premia la acumulación con significado.
Esa es la diferencia entre un modelo que seduce… y uno que simplemente compensa.
Porque lo que hace que un cliente se quede no es el 2.5 % que le devuelves. Es el 100 % del valor emocional que logra acumular contigo.
–Luis