En la Nueva York de finales del siglo XIX, no bastaba con ser rico. Podías construir la casa más imponente de la Quinta Avenida, adornar tus techos con frescos italianos y traer mármol de Carrara en barco privado, y aún así… seguir siendo considerado un intruso. Un parvenu. Un advenedizo sin linaje.
Eso es lo que retrata con una precisión casi quirúrgica la serie The Gilded Age de HBO: el momento en que el viejo orden social comenzó a tambalearse frente al embate de una nueva clase de millonarios hechos a sí mismos. Una época en la que los apellidos pesaban más que las fortunas, y donde el acceso no se ganaba con dinero, sino con narrativa.
Porque en ese mundo —y también en el nuestro— la riqueza sin historia no vale. Y el poder sin símbolos compartidos no trasciende.
La familia Russell, protagonista de la serie, representa a ese nuevo dinero que llegó con locomotoras, acero, carbón y una ambición brutal. George Russell tiene el músculo económico. Bertha, su esposa, la mirada afilada: sabe que si no son aceptados por la élite social —esa élite representada por las Agnes van Rhijn, descendientes de los fundadores, dueños de la memoria institucional de la ciudad— su imperio será tan grande como frágil. Su riqueza, tan visible como vacía.
Y es ahí donde comienza la verdadera batalla: no por las casas, no por las joyas, sino por el relato. Por entrar en la historia. Por ser reconocidos como parte del “nosotros”.
Los viejos ricos no desprecian a los nuevos por envidia. Los desprecian porque no hablan el mismo idioma simbólico. No conocen los códigos, los rituales, las alianzas invisibles que sostienen al verdadero poder. No saben cómo vestirse “sin parecer ostentosos”. No entienden que la pertenencia no se grita: se hereda, se susurra, se reconoce por signos sutiles como una flor en la solapa, una donación silenciosa o un apellido en la placa de un museo.
Lo fascinante de The Gilded Age no es solo su vestuario o dirección de arte, sino su valor como espejo. Porque lo que muestra no es una lucha de clases pasada, sino un patrón que se repite.
Hoy también vemos marcas que, como los Russell, tienen poder económico, pero carecen de narrativa. Tienen followers, presupuesto de pauta, ubicaciones premium… pero no han construido una historia que inspire pertenencia. No han sido legitimadas por la tribu que realmente importa. Son visibles, pero no deseadas. Existen, pero no trascienden.
Y lo más irónico es que los gigantes industriales de aquella época entendieron algo que muchas marcas actuales parecen haber olvidado: que si quieres durar, necesitas más que producto. Necesitas mitología.
Por eso, los Rockefeller y los Carnegie financiaron bibliotecas, universidades, fundaciones. No solo para lavar su imagen, sino para escribir su lugar en la historia. Para dejar de ser intrusos con dinero y convertirse en referentes culturales. En arquitectos del imaginario colectivo.
Esa transición no fue rápida ni gratuita. Requirió tiempo, símbolos, repeticiones. Y esa es, justamente, la esencia del Método FAN:
Crear frecuencia significativa (ritual).
Acumular valor simbólico (estatus, comunidad, legado).
Sostener una narrativa coherente (causa, linaje, propósito).
Los Russell de hoy son marcas que todavía creen que basta con un presupuesto para entrar en la conversación. Los Van Rhijn son aquellas marcas que han logrado convertir su historia en territorio sagrado: Hermès, Patek Philippe, Ferrari, incluso ciertas casas editoriales. Marcas que ya no compiten por volumen, sino por pertenencia.
Si hasta los fundadores del capitalismo moderno entendieron que el dinero no era suficiente, ¿por qué tantas marcas hoy insisten en pensar que sí?
¿Por qué siguen apostando por gritar en vez de construir linaje? ¿Por qué prefieren invadir en vez de seducir? ¿Por qué buscan clientes cuando lo que necesitan son creyentes?
The Gilded Age no es solo una serie de época. Es una advertencia: el acceso sin narrativa es efímero. el poder sin símbolos, débil. y el lujo sin pertenencia… solo ruido.
¿Quieres construir una marca con dinero? Puedes empezar mañana. ¿Quieres construir una marca con legado? Entonces necesitas algo más: frecuencia, acumulación y una historia que haga que la gente quiera —no comprarte— sino pertenecer a lo que representas.
Y eso, como en la Edad Dorada… sigue sin estar en venta.
–Luis