Edición 05 – Caro ni en abonos
El precio no define si algo es caro. Lo que realmente lo determina es el valor que se entrega a cambio.
El fin de semana asistí con mi esposa a una comida en Polanco con un grupo de amigos que no veíamos desde hacía casi dos años. La sobremesa se alargó como se alargan las buenas conversaciones: entre risas, anécdotas y un puñado de confesiones postpandemia. En algún momento, alguien compartió un dato que me pareció más revelador que cualquier tendencia de TikTok: una de las marcas de alimentos más grandes y visibles del mundo había sufrido una caída importante en ventas tras aumentar, de forma aparentemente marginal, sus precios.
Me sorprendió. Pero no tanto.
Porque eso es exactamente lo que pasa cuando una marca lleva años entregando únicamente valor funcional. Sabor, empaque, presencia en anaquel. Lo básico. Y cuando todo lo que ofreces es lo básico, cualquier incremento de precio, por pequeño que sea, se vuelve intolerable. El consumidor no lo percibe como un ajuste, sino como una falta de respeto. Y no porque te odie, sino porque nunca te quiso. Simplemente te cambia. No se lo piensa dos veces. Porque en realidad, nunca le diste una razón para quedarse.
El problema no es el precio. El problema es que no había nada más que entregar.
Muchas marcas viven engañadas creyendo que sus millones en pauta publicitaria les otorgan inmunidad. Que aparecer en todos lados basta para construir branding. Que ser visibles es suficiente para ser valiosos. Pero el consumidor de hoy no quiere marcas que griten. Quiere marcas que signifiquen algo. Que digan algo. Que representen una forma de ver el mundo con la que pueda sentirse identificado.
Y en ese contexto, un sistema de lealtad no es un accesorio promocional. Es la infraestructura con la que entregas valor real de forma sistematizada, personalizada e incremental. Y cuando digo valor, no me refiero al valor intrínseco del producto o servicio —eso es lo mínimo esperado— sino a todos los niveles superiores que el cliente realmente valora: el sentido de pertenencia, el reconocimiento, la comunidad, el acceso, la transformación, la trascendencia.
Cuando una marca logra entregar ese tipo de valor, el precio deja de ser una barrera y se convierte en una confirmación. Porque todos podemos pagar más… pero no por lo mismo. El diferencial no está en la etiqueta, sino en lo que el cliente perdería si dejara de comprarte. Y ese miedo a perder —eso que hace que duela irse— no lo provocan los comerciales. Lo provocan las emociones acumuladas, los logros compartidos, las experiencias vividas, los símbolos que has sembrado.
El problema no es cobrar más. El problema es no haber construido nada que justifique cobrar más.
Una marca que sube precios sin haber subido el nivel de valor es como un castillo de cartón que exige peaje de mármol. El viento de la competencia lo derriba sin esfuerzo. Pero cuando subes el valor —emocional, social, trascendental— la lógica se invierte: el precio deja de ser un obstáculo y se convierte en un rito de acceso. El cliente no paga por lo que eres; paga por quién se convierte al elegirte. Eso, ni los centavos ni los descuentos lo pueden igualar.
Así que la próxima vez que tu equipo tema encarecer el producto, no mires la etiqueta: mira la experiencia, la comunidad, la historia que ofreces. Si la respuesta es “solo vendemos lo mismo que ayer”, prepárate para la fuga silenciosa. Si, en cambio, la respuesta es “vendemos orgullo, pertenencia y la certeza de estar en el lugar correcto”, cobra sin miedo.
Porque el precio ofende cuando sobra, pero enorgullece cuando explica. Y la diferencia entre ofender y enaltecer no está en las cifras, sino en el valor que has construido.
—Luis